(Alberto Ramos, Cannes). En It Was Just an Accident, de Jafar Panahi, se debate una vez más sobre el sufrimiento infligido por unos humanos a otros, sobre si la respuesta estaría en la venganza, el «ojo por ojo y diente por diente» o, por el contrario, el perdón al agresor por parte de la víctima. Panahi ha rodado once títulos hasta la fecha, buena parte de ellos en clandestinidad y hasta la fecha prohibidos en Irán. Encarcelado en tres ocasiones a lo largo de ese tiempo, se las ha agenciado para continuar filmando a pesar del confinamiento. la ausencia de permisos y el acoso de las autoridades. Con lo cual ha dado muestras de una creatividad ejemplar y un compromiso inquebrantable con la denuncia de la represión imperante en su patria. Toda su filmografía, sin excepción, ha sido distinguida en los festivales más importantes del circuito internacional, siendo la Palma de Oro en esta edición de Cannes el más reciente de tales reconocimientos. Es, sin duda alguna, el paradigma del cineasta rebelde enfrentado a un todopoderoso Estado autocrático que coarta la libertad de expresión de sus artistas, y la ciudadanía en general.
En una entrevista al director, este resume con una pregunta la idea que sirvió de punto de partida al relato: «¿Qué sucedería si una de esas personas que conocí en prisión fuera liberada y se encontrara cara a cara con alguien que lo había torturado y humillado?» Su película está dedicada a los presos que conoció tras un tercer encarcelamiento, de siete meses, en 2022, del que salió tras una huelga de hambre. Las historias que refieren sus personajes están basadas en hechos vividos por sus compañeros de prisión, quienes, por otra parte, solo tienen en común su rechazo al régimen, dada la diversidad de posturas que adoptan al rememorar lo sucedido.
Tal como se anuncia desde el título, un simple acontecimiento se convierte en el detonante de la trama. En medio de la noche, un oficial de la inteligencia iraní, Eghbal, viaja en auto con su esposa y su hija pequeña cuando el vehículo se detiene bruscamente: han atropellado a un perro y el automóvil ha quedado seriamente dañado a causa del choque. Acuden a un garaje cercano para reparar el desperfecto y uno de los empleados que allí labora, Vahid, cree reconocer en Eghbal al hombre que lo torturó en prisión, dejándole, entre otras secuelas, un daño renal irreversible. Enfurecido, al día siguiente sigue a Eghbal hasta su casa y lo secuestra. Pero cuando se dispone a tomar venganza, enterrándolo vivo, lo asalta la duda de que podría estar equivocado y ese hombre, que niega ser su victimario, tenga razón. Lo cierto es que Vahid nunca vio su rostro en prisión, donde lo mantenían con los ojos vendados. El único detalle que alimenta sus sospechas es una prótesis que Eghbal, mutilado de la guerra en Siria, llevaba en una pierna, y cuyo sonido al caminar llamara ahora la atención de Vahid. Estamos, en cualquier caso, ante una inversión de roles: Vahid deviene el captor y Eghbal el prisionero que niega los cargos. Elucidar la identidad del hombre se impone como premisa ética. Y ello da lugar a que Vahid convoque a otros exprisioneros, víctimas también de Eghbal, para que lo reconozcan. Lo que sobreviene es una especie de tribunal ambulante «de la verdad y la reconciliación» que recorre la ciudad en una camioneta. En esta, Eghbal yace encerrado en un cajón, ante el que cada cual expone y dirime su punto de vista sobre la suerte que merece ese sujeto cuya identidad, por otra parte, ninguno alcanza a confirmar del todo.
Primero aparece Shiva, que se gana la vida como fotógrafa de eventos sociales, y a continuación una pareja de bodas, Alí y su novia Golrokh: ambas son mujeres que padecieron los abusos de Eghbal. Y más tarde Hamid, arrestado por apenas exigir el pago de su salario, quien reacciona violentamente exigiendo su muerte inmediata, lo que origina una larga confrontación verbal con el resto de los presentes. Lo cierto es que el castigo continúa pospuesto en tanto los posicionamientos de ambas partes prosiguen, sin que Vahid (como el jurado indeciso encarnado por Henry Fonda en 12 Angry Men), se decida a tomar partido. Hasta que, para tensar aún más la situación, Panahi introduce un elemento que viene a complicar, en términos éticos, la apreciación de lo acontecido. Y que, de paso, lo confirma como uno de los grandes humanistas del cine contemporáneo.
Se trata, nada menos, que de la intervención de la hija pequeña de Eghbal, que lo llama desesperada al móvil dado que su esposa está en casa a punto de dar a luz. Vahid no lo piensa dos veces. Tras atender la llamada, socorre a la mujer y se asegura de que sea debidamente asistida en un hospital. El episodio supone un viraje radical en las intenciones de Vahid. Comprende que, como él, madre e hija son víctimas de Eghbal, quien les ha prohibido contactar con nadie, convirtiendo al hogar en otra versión de la prisión donde trabaja, seguramente por miedo a represalias de exconvictos como Vahid. La compasión hacia el inocente le hace comprender que la muerte del hombre no aliviará el sufrimiento de aquellas, antes lo acrecentará en tanto mujeres solas, y por ende, desamparadas, en una sociedad profundamente patriarcal. Sin ir más lejos, el solo hecho de que en el hospital se hayan negado (en principio) a recibir a la esposa de parto sin la presencia del esposo dice mucho de cuán deshumanizado e intolerante es un sistema político que supedita algo tan elemental como la atención médica en situaciones de emergencia a la autoridad consagrada por ley al padre de familia.
La escritura de It Was Just an Accident, como es habitual en el cine iraní, sobresale por su transparencia, la concisión de los diálogos y la astucia con que el director desliza sus comentarios sobre la realidad del país. En la escena inicial, por ejemplo, hay una alusión evidentemente simbólica a lo que ocurrirá más adelante. La niña ha estado jugando con su mascota hasta el momento en que ocurre el accidente, y es otro animal, un perro callejero, el que resulta muerto. La diferencia entre ambos traduce la que separa a esta familia, encabezada por alguien investido de poder para abusar y reprimir, de las víctimas en quienes se ensaña, cuyo sufrimiento importa tan poco como la muerte del animal en cuestión. Como no es casual que cuando Eghbal es secuestrado por Vahid, este repita con él lo mismo que aquel hiciera con el perro callejero, atropellándolo hasta hacerlo caer al suelo. Del mismo modo cabría ver la decisión de sepultarlo vivo, enfrentarlo a la larga agonía del confinamiento (acá en versión extrema) que antes padeciera Vahid en las mazmorras iraníes. Hay incluso un divertido incidente con la policía, que remite a los apuros para filmar clandestinamente, en que mienten a unos agentes diciéndoles que buscan locaciones para fotografiar a una pareja y terminan sobornándolos.
La sección final, en que Shiva, Vahid y Eghbal dirimen de una vez y por todas sus diferencias, deja claro el abismo que los separa como humanos. De un lado, el torturador que descubre su identidad y recurre a la coartada de la obediencia debida para justificarse. Del otro, los agraviados para quienes la verdadera justicia está dada por la propia experiencia de la confrontación con el Mal. Una experiencia catártica que, sin embargo, nunca alcanzará a borrar el recuerdo del horror, que el seco rechinar de unos pasos nos devuelve con inquietante insistencia.
(reseñado en el festival de Cannes 2025)