(Por Alberto Ramos, Cannes 2025). En Sirât, los personajes desafían esa mínima divisoria entre paraíso e infierno en que transcurren nuestras vidas. El paisaje al que se asoma un visionario como Oliver Laxe es siempre áspero y hostil. Como en los místicos, lo desértico propicia una experiencia límite en medio de la soledad, parajes remotos donde la voz humana convoca a una apertura inédita; y entre el polvo que reseca y la luz que ciega, el viajero insiste tercamente, ensimismado, en seguir. Sin reparar que a cada momento su suerte puede dejarlo de golpe al otro lado, que el castigo sobreviene sin avisar, sin explicaciones, sin un plazo definido.
Unos cuantos rockeros trasnochados, los últimos sobrevivientes de una contracultura agonizante, viajan en dos caravanas a un festival en Marruecos. Al inicio se les percibe entre la marea humana que se mueve, hipnotizada por el estruendo que emerge de los altavoces como una voz de Dios que los reclama. Luego, cuando el ejército interviene y los expulsa de allí, pondrán rumbo a otra fiesta en los confines de esa tierra inhóspita, a la frontera con Mauritania, para repetir el ritual que los mantiene vivos, unidos. Muchos acusan la huella de una pérdida, (hay uno manco, otro con una prótesis a media pierna, un padre en busca de su hija perdida, acompañado del hijo menor y su perra).
La travesía, sin embargo, les depara una experiencia aterradora. No es, sin embargo, la naturaleza quien siembra la destrucción, sino la propia agencia humana que transforma a esa naturaleza en instrumento del Mal: un auto que se precipita por un barranco, un campo sembrado de minas donde súbitamente estallan las caravanas en mil pedazos, obligándolos a desconfiar hasta del suelo que pisan, dejándolos más tarde a la deriva sobre el techo de un tren donde decenas de figuras fantasmales viajan en silencio.
Sin consignas militantes ni trampas sentimentales, Sirât refiere a un malestar, al estado de un mundo global abocado al caos, incluso allí donde reinan en apariencia un orden y quietud milenarios. La cámara de Mauro Herce se hace cómplice y desaparece, limitándose a seguirlos en su marcha, registrando cada gesto cordial, cada ocasión en que la felicidad asoma o el rechazo se hace patente (como el joven pastor que da la espalda y huye cuando piden ayuda). Su propuesta, por otra parte, se remonta a una utopía de vieja ascendencia: la huida de una civilización que condena y margina al diferente. Ese que, en el fondo, puede ser tan humano y solícito como cualquiera. La mano tendida al padre desesperado que recogen, ayudándolo a cruzar el río y acompañándolo luego en su desolación, bastaría como prueba. A fin de cuentas, ¿habría algo que pueda compararse a la amistad como signo de nuestra condición más esencial, de nuestra humanidad?
Queda la pregunta siempre en suspenso, esa que desde Job ha obsesionado a tantos a lo largo de los siglos: ¿hay algún sentido final en el sufrimiento del justo? Laxe no tiene la respuesta, pero deja una pista en la voluntad de vivir, de sobreponerse y proseguir contra toda esperanza, que demuestran sus personajes, como ese sol colgado en el horizonte que ilumina cada atardecer el camino.

