(Por Alberto Ramos, Cannes 2025). Desde mediados de los años veinte del pasado siglo, tras la muerte de Lenin y el ascenso de Stalin, la policía política de la URSS (bajo las siglas de NVDK, y conocida más tarde como KGB) se convirtió en el verdadero poder, omnímodo e implacable, que decidió el destino de millones de ciudadanos a lo largo y ancho de la geografía soviética. Una década más tarde, esa NKVD protagonizará uno de los episodios más infames de la historia contemporánea, las purgas estalinistas de finales de los 30, que barrerían con la vieja guardia bolchevique y consolidarían el liderazgo único de Stalin al frente de la nación. Two Prosecutors, de Sergei Losnitza, vuelve a ese momento, interesado en mostrar cómo la demoledora maquinaria represiva puesta en marcha por Stalin fue capaz de cooptar y silenciar la totalidad del entramado institucional soviético, incluido su estamento judicial.
Two Prosecutors se inspira en un relato de Georgy Demidov que transcurre en 1937, entre Briansk y Moscú. Los dos procuradores a los que alude el título son, de una parte, un joven e ingenuo jurista recién graduado, comunista convencido (y militante) destinado a la procuraduría de Briansk; y de la otra, el Procurador General de la URSS, el clásico burócrata inaccesible, de rostro impenetrable y fraseología plagada de lugares comunes copiados del discurso oficial. La acción, por otra parte, transcurre entre dos espacios emblemáticos: la cárcel donde agoniza injustamente uno de tantos presos (decenas de miles, apunta uno de los jefes a cargo) y el imponente despacho del hombre que supuestamente podría decidir su destino. Hay también un prólogo, en que un preso es obligado a quemar las cartas donde los prisioneros reclaman justicia, que de esa manera nunca llegarán a su destino. Pero una de ellas, escrita con sangre en un mínimo pedazo de cartón, llama su atención… y termina en la procuraduría de Briansk donde Kornev, nuestro héroe, se desempeña.
Bastaría contar las puertas, cerrojos, rejas y guardianes a uno u otro lado que deberá franquear Kornev para cumplir con su obligación de atender a la solicitud del encarcelado, quien a todas luces es un consumado contrarrevolucionario (lo que en la neolengua de la época se conoce como «enemigo del pueblo») para imaginar lo monstruoso de la paranoia totalitaria que convierte a todo un país en una cárcel, y a esta en el epítome de la represión como absoluto. Kornev atraviesa impasible aquel laberinto [como el personaje de Kafka, también una K, perdido en los pasillos de la (in)justicia], poblado de figuras imponentes, rostros duros que rezuman hostilidad y silencio, que únicamente rompen para compartir una frase sobre un dirigente en desgracia (Radek) a manera de chiste. Allí consigue entrevistar al detenido, un anciano moribundo, él también uno de aquellos orgullosos héroes bolcheviques, ahora demonizado. Su confesión horroriza al joven, tanto o más que la visión de aquel cuerpo martirizado por la tortura. Al abandonar el lugar, no sin que antes el recluso adelante una advertencia que resultará profética, su conciencia le dicta que deberá denunciar lo que aquel hombre le ha confiado: los crímenes, la corrupción y el deshonor que prosperan en las filas de la NVDK.
Para conectar con el segundo espacio, el de la jerarquía judicial, una secuencia en el tren a Moscú pone a Kornev ante un reclamo similar al de su defendido, esta vez en boca de un hombre de pueblo, otro anciano combatiente, mutilado, a quien el propio Lenin prometió una pensión de veterano, delegando en una burocracia que luego mirará a otro lado, desentendiéndose de las súplicas del desvalido. Otra señal que la ciega confianza en la prédica comunista donde lo han educado impide a Kornev captar en su inquietante dimensión.
Por último, ya en Moscú, el laberinto que fuera la cárcel se transforma en los pasillos y salones que lo llevan a las puertas del Poder encarnado por el Procurador General. Insiste y espera, en gabinetes y salas donde una larga fila alienta igual esperanza de ser atendido, y justificado. La entrevista final es un duelo entre la reticencia y suspicacia del poderoso, de un lado, y la terquedad del servidor público, del profesional honrado que muestra sus cartas con la esperanza de convencer al otro, arrancarle un gesto de magnanimidad. Pero ignora, en su vana insistencia, que es ahora su destino lo que está en juego, como revelará el impactante, aunque no menos predecible cierre del relato, que esta vez conecta, en sentido inverso, su regreso a Briansk. Y que descubre una trayectoria perfectamente circular, flanqueada esta vez por la discreta, ominosa compañía que el momento demanda.
En Two Prosecutors, Losnitza ha trasladado la sofocante intolerancia y crueldad de la lógica totalitaria del estalinismo a partir de una puesta en escena lacónica, en que más allá de los diálogos, de la imperturbable sinceridad (y serenidad) de su protagonista, la propia configuración del espacio, e incluso el recurso al formato académico, trasmiten continuamente la opresión y hostilidad que rodean al hombre común que, en nombre de la justicia, osa desafiar al poder. De más está decirlo, pero las enormes puertas que una y otra vez se cierran tras Kornev confirman a las claras el peligro de confiar, en nombre de una ética descalificada a priori por el Poder, en las instituciones que este mismo ha desmantelado. Y ello será válido antes, ahora y siempre, como nos alerta Losnitza en este filme, tanto más perturbador en sus imágenes como oportuno en su mensaje, por pesimista que parezca.
(reseñado en el festival de Cannes 2025)

